Andrés de Jesús Márquez Gómez
Sacerdote. Hijo de Leandro Máximo Márquez Moreno y María de Jesús Gómez de Márquez.
Sus estudios eclesiásticos los realizó en el Seminario de Cumaná y el lnterdiocesano de Caracas. El 26 de julio de 1942 fue ordenado sacerdote en el histórico Templo Parroquial de su pueblo natal, donde ofició su Primera Misa el 2 de agosto del mismo año.
Fue Párroco de Altagracia, Cumaná, Puerto Sucre, Santa Ana y Carúpano. Vicario de Margarita, de Carúpano y Vicario Capitular de la Diócesis de Cumaná. Camarero Secreto y Protonotario Apostólico de Su Santidad, Miembro del Consejo de Consultores de la Diócesis y Miembro del Consejo Presbiteral.
El 11 de septiembre de 1963 fue trasladado a Carúpano donde prestó servicios hasta el 12 de diciembre de 1972. En enero de 1973 se incorpora a la Diócesis de San Felipe donde se desempeñó como Vicario de Religiosas, Capellán del Ancianato y Capellán del Internado Judicial.
Ya avanzado en edad pasa a retiro y regresa a Margarita, a su lar nativo, Santa Ana, donde goza del aprecio y del cariño de sus familiares y de la feligresía en general. Enfermó y su estado de salud cada día empeoraba, pero la muerte de su hermano Monseñor Tomás ocurrida el 11 del pasado diciembre contribuyó a que su salud se resintiera aún más y lo que podían hacer los médicos era muy poco.
Sobrevino la muerte y Monseñor Andrés entregó su alma al Señor el 12 de mayo de 2005. En un gesto de dolor colectivo de todos los que ayer fueron sus fieles y de los pobladores de Santa Ana donde fue párroco durante dieciocho años, fue enterrado en el Templo Parroquial el 13 de mayo pasado.
Monseñor Andrés, sacerdote ejemplar, humilde, amigo de todos, además de su labor de sacerdote, en la que dejó huella profunda en la comunidad, nos legó una obra escrita en 1946 y editada en 1976. Árboles, Pájaros y Niños que fue reeditada por Fundación República Insular y que constituye el primer título de la Colección Felipe Natera Wanderlinder, bautizado y puesto a la venta el 19 de abril del presente año en el Acto Central del VI Aniversario de República Insular.
En Árboles, Pájaros y Niños Monseñor Andrés se pasea por su
infancia, la historia del pueblo, acontecimientos históricos, Asamblea de
Notables, sitios históricos, párrocos, tertulias, personajes populares,
tradiciones, documentos, en fin, un libro digno de ser leído.
Prólogo de la tercera edición de Árboles, Pájaros y Niños
Andrés en mi infancia:
Guardo con singular orgullo, una
especie de preferencia que Andrés siempre tuvo hacia mí: último vástago de su
numerosa familia, y como niño asustadizo y sensible a las maldades humanas. La
prueba de esa preferencia la resumo así:
Mi otro hermano sacerdote: Tomás,
había sido designado cura de Juangriego; y mi hermana Lourdes, a quien Tomás
llamó después “La samaritana del sacerdote“,
cuidaba de mi Padre y de mí (una surrapa de seis años-1945) y también de
mi madre enferma de una diabetes muy agresiva. Esto se resolvió, porque se apeló
a mi
hermana Lucía quien vivía en la misma calle y que nunca tuvo hijos. Esto,
para mi desgracia, permitió que Lourdes se encargará de Tomás y de mí; pero en
Juangriego, quién sabe hasta cuándo; porque al año siguiente yo debía entrar al
primer grado de la escuela pública. Por supuesto, esto me sumió en una profunda
tristeza, porqué significó alejarme de
mi madre enferma, de mi padre; muy serio, pero absolutamente amoroso, y de mi
pueblo, además de mis amigos y de mis
“arboles, pájaros y niños”.
Era como si me sacaran del
paraíso luminoso y alegre, para enclaustrarme en una ciudad oscura y tenebrosa.
Esto hizo que proliferaran mis temores. Si Andrés acudió a sus fugas en la adversidad,
en mí se acentuó un temor que me acompañó muchos años, ante las crueldades
humanas.
Y además, al llegar a Juangriego,
alguien le había dicho a Lourdes que lo mejor para curar esos miedos era darme
un gran susto. Así, una noche cuando
Tomás conversaba en la puerta de la casa con algunos señores que le visitaban,
a Lourdes se le ocurrió disfrazarse con un “manteo” que era una tela negra que
usaban los curas de la época, se cubrió la cara de crema blanca “sánalo” y me llamó porque
era hora de acostarme: acudí y me encontré de frente con aquel espectáculo
grotesco que me hizo largar un espantoso alarido y salí corriendo de la casa
hasta la tapia de enfrente, plaza de por medio. Sin embargo, parece mentira, pero eso ayudó a
mi salvación, porque me devolvieron a mi amado pueblo, a mis amigos. Por
supuesto, la pobre Lourdes se llevó una gran reprimenda de Andrés, quien años
después me dio otra prueba de la preferencia dicha, por lo siguiente:
Los curas de provincia, los más
cuidadosos, acostumbraban ir a Caracas a asesorarse con los expertos en derecho
canónico y compraban objetos para el culto católico. En uno de esos viajes, a Andrés se le ocurrió
que lo acompañara a Caracas, cuando ya
no era un niño tan temeroso. Imagínense mi alegría y mi euforia ante tal noticia,
la cual regué ante mis amigos de la infancia haciéndome el más importante.
El avión de aeropostal aterrizó
en el aeropuerto de Palo Negro en Maracay -los años que tendrá ese suceso- porque el aeropuerto de Maiquetía no había
sido concluido. Andrés le contó después a la familia que no tuve ningún temor,
que después de un viaje tan largo por una carretera sinuosa llegamos a Caracas
de noche en un autobús de la línea aérea. Y aquí está lo cómico: al ver tanta
gente en la calle le pregunté a mi hermano que si era el día de la fiesta de
Caracas y que esa ciudad tendría como mil plantas como la de El Norte para
mantener tantos bombillos prendidos.
Al regresar a mi pueblo algunos
amigos míos se mostraban extrañados de que con mi juventud hubiera alcanzado tal
hazaña.
Una noche cuando Andrés regaba
las matas de la casa parroquial sufrió una caída y llevó un golpe en la cabeza
algunos lo consideraron como la causa del Alzheimer que años después fue causa
de su muerte. Desde ese día me tocó
acompañarlo de noche en la casa parroquial, lo cual me llenó de mucha alegría. De esos
días, recuerdo una incidencia: una noche sentimos insistentes golpes a la
puerta y al acudir vimos que era nuestro padre que nos avisaba que mamá había
sufrido un ataque al corazón. Envuelto en una sábana y con unos viejos zapatos
del tío Ricardo corrí hasta el dispensario y toque la puerta con angustia. Al
poco rato me atendió un joven médico, recién designado para Santa Ana, mi
inolvidable amigo Nicomedes Mata Moreno con quien quedé eternamente agradecido
por la salvación de mi madre.
Pero mi padre, siempre preocupado
como el que más por la educación de sus hijos, me mandó a repetir el quinto grado
en Caracas al amparo de mi hermano Leandro. Nuevamente la separación de mi
familia, de mi pueblo y de Andrés, luego de que éste me diera mi primera
comunión.
Pero como siempre, mi padre tuvo
razón, terminé con honores la primaria en la escuela anexa a la normal Gran
Colombia, me gradué de bachiller en filosofía y letras en el Liceo Andrés Bello
y de abogado en la Universidad Central de Venezuela en 1962.
Andrés durante mi estadía en Caracas:
Durante el tiempo que estuve en
Caracas, cada vez que Andrés tenía que viajar hasta allá, siempre me buscaba
para que lo acompañara en sus diligencias, entre ellas una en el diario El Nacional
donde se publicó una reseña que él hizo sobre la importancia del Templo de Santa Ana desde
el punto de vista histórico y su necesaria reparación dado su crítico estado.
Después estuvo en Carúpano por
varios años para sustituir a Tomás como párroco de la Parroquia de Santa Rosa
de esa ciudad, y ante la designación de Tomás como Obispo de San Felipe. Ahí me
tocó visitarlo cada vez que se celebraba la fiesta de esa patrona de Carúpano
pero Tomás necesitó llevárselo para su Diócesis
y estando él allí, yo organizaba caravanas de la familia para
visitarlos en esa ciudad del estado Yaracuy.
Andrés de nuevo en Santa Ana:
Luego de vivir felizmente con mi
esposa Romelia y mis hijos en Caracas, por más de 40 años, nos residenciamos en
Santa Ana. Con el correr de los años, Andrés enfermó de Alzheimer y lo trajimos
a vivir a Margarita. Luego también vino Tomás.
Vivieron juntos, primero en mi casa por unos días y luego en la casa de
mi hermano Luis. Pero cuánta tristeza me
daba observar su mirada ausente y su amarga melancolía. Andrés murió el 12 de
mayo de 2005 y sus restos, junto con los de Tomas, están enterrados en la
iglesia de su pueblo, por el que tanto lucharon.
Cada vez que veo esa tumba siento
que allí están enterrados también los dolores y las alegrías de mi infancia, y
las lágrimas afloran como manantial de la esperanza de encontrarnos nuevamente en
la paz del Señor.
Poeta y lector:
Para complacer a Millo, también agregaré
que Andrés era un hombre alto, de buen porte, amante de su Dios y de la
Iglesia, como ninguno. Fue por varios años Profesor de Historia en el Liceo
“Francisco Antonio Rísquez” de La Asunción. De las citas que hace en su libro,
podemos observar que leyó e interpretó a los grandes clásicos de la literatura:
el Siglo de Oro Español, el Romanticismo Francés, La Historia de Margarita, de
Venezuela y América, la Poesía Universal, los Grandes Clásicos, etc. Con frecuencia nos reunía a los jóvenes de la
parroquia para hablarnos de las obras de los grandes escritores, nos leía
párrafos de ella: así conocimos el duelo Ben-Hur con Mesala, en la carrera de
carros que terminó con la muerte del segundo, las aventuras de Don Quijote
ante los molinos de viento, las aventuras narradas por Dumas en “El Conde de Montecristo”,
“Las Oscuras Golondrinas” de Gustavo Adolfo Bécquer y tantas otras que la memoria ha borrado. Recuerdo que él mismo
fabricó un artefacto muy rudimentario para editar libros escritos a máquina, de
los cuales aún conservo un ejemplar. También nos enseñaba que podíamos bailar
en una fiesta pero observando siempre las reglas de la moral y la decencia (al
respecto nos ofreció el salón parroquial para la inauguración de una
organización juvenil creada a raíz de la caída de Marcos Pérez Jiménez, pero
que no se realizó por no haber consenso entre los integrantes. Asimismo, nos
alimentó la sed por el deporte, comenzando por los juegos tradicionales como el
maicito, el fardo, el escondido. Estamos hablando de 70 años atrás, cuando las malas
costumbres no se conocían. Como poeta fue escasa su producción pero ampliamente
conocida y reconocida su importancia. Al respecto, recordamos sus poesías: “El
Campanario de mi Aldea” y “Rosa La Ciega” y tantas otras que el viento y el
tiempo se llevaron.
Espero que estas
vivencias sirvan de antesala del calor humano y del amor que mi querido hermano
Andrés desborda en su gran obra, alegre como estoy al ver que en esta edición
digitalizada sus palabras perdurarán en el tiempo.
